
CATALUÑA ANTE EL ESPEJO
Amin Arias Garabito
Político dominicano reside en Europa
«Cataluña será independiente o no será». Esa frase lapidaria es la que resume el ideario independentista catalán que ha resurgido de las cenizas con una fuerza desconocida hasta el momento. Con una determinación que no se había experimentado jamás, acompañada de una ganas, una ilusión que parece que lo impregnan todo.
Sin embargo, la realidad no es tan clara. El pueblo catalán está dividido porque el termino Nación es entendido de distinta manera por las partes en conflicto: la España centralista y la Cataluña independentista.
Y aunque no quiero simplificar el problema, si lo pensamos bien, todo pasa por una guerra de nombres que impide reconocer unas determinadas particularidades de uno de los históricos pueblos de España, y todo porque a la derecha, también nacionalista, no le da la gana de aceptar el socorrido hecho diferencial que hace a Cataluña una Nación. Una nación que convive con otras naciones dentro de un gran Estado, la Nación de Naciones que es España, la misma que ha dado vida a otra veintena de naciones en momentos específicos de su larga e importantísima historia.
Y en ese punto es donde yo me desdoblo y me invade el espíritu de una persona que entiende perfectamente ese sentimiento nacional, ese momento en el que pienso que yo he nacido en un país que hace unos 150 años era una Provincia de Ultramar de España, un territorio más del basto Imperio de Carlos V donde no se ponía el sol, que mi tierra perteneció por 300 largos años a la España de allende los mares. Esa España que no supo gestionar en aquellos momentos su relación con el resto de la España americana y por eso perdió sus bastos territorios.
Las independencias hispanoamericanas se fraguaron al calor de las luchas de intereses económicos de los criollos quienes entendían que aportaban más al Estado de lo que el mismo les repercutía. Además con una limitación en su autonomía que les mantenía como a infantes bajo el yugo del padre severo.
Esas élites lograron mediante la negociación, la política y el diálogo abierto y sincero que España reconociera la peculiaridad de cada una de las regiones, virreinatos y capitanías generales españoles a lo largo y ancho del orbe, y lo plasmó en un célebre contrato que les reconocía como tales, con su identidad y su autonomía: la Constitución de Cádiz de 1812.
Ese documento dio el poder que solicitaban las regiones hispanoamericanas para autogestionarse y dio pie a la creación del primer Estado Federal del mundo. Pero nuevamente la tentación del centralismo y el triunfo del conservadurismo tiraron por tierra los resultados que liberales y progresistas habían conseguido.
España volvió a la cerrazón, a la imposición de las leyes por la fuerza y a una nefasta gestión que encabezó Fernando VII, para muchos, el peor monarca de la historia de España, como lo es para otros tantos en estos momentos Mariano Rajoy, el más nefasto Presidente del Gobierno de la democracia. Y entonces la inmensa España se rompió.
Ese sentimiento de pertenencia, esa lengua que identifica, las particularidades que les hacen únicos son algunos de los argumentos que utilizan los que sienten pertenencia a una determinada Nación. Es lógico que los latinoamericanos, antiguos españoles, sintamos todo aquello.
Ejercimos el Derecho a la Autodeterminación de los Pueblos porque creemos en ello, yo creo en ello. Ahora bien, la situación con Cataluña tiene cuestiones similares, pero no idénticas. Los 200 años que han pasado desde el estallido de las guerras independentistas hispanoamericanas ha dado paso a unos cambios del panorama tras los cuales no es fácil aplicar los mismos criterios de aquellos momentos a la situación actual.
Ahora no parece factible una declaración de independencia, y menos de forma unilateral. Por muchas razones, pero sobre todo por las consecuencias negativas que se cernirían sobre los catalanes y, en menor medida, sobre el resto de los españoles.
Cataluña quedaría en una situación económica bastante complicada, exactamente igual como les pasó a las antiguas provincias hispanoamericanas, las que se vieron arruinadas tras los largos conflictos bélicos con la metrópoli.
La guerra de Cataluña seria contra las instituciones europeas con el fin de mantenerse dentro de ellas y no perder los privilegios. Pero Bruselas ya ha contestado que quedarían fuera de la UE. Los líderes europeos han dicho que no permanecería en el selecto club si se materializa una declaración unilateral de independencia. Todos los organismos gubernamentales están advirtiendo de lo mismo. Pero cuando la ilusión copa la razón es muy difícil dejar de pensar con el corazón.
En definitiva, yo me opongo al centralismo y a la opción de mantener las cosas como están ahora porque está claro que una parte importante de la población catalana no está conforme con el trato que se les da. Y todo a cuenta de haber cercenado el Estatut que era una herramienta de convivencia perfecta y votada en referéndum por la mayoría del pueblo catalán que decidió permanecer en España, seguir siendo españoles, pero permitiéndoles ser y sentirse sin complejos una verdadera Nación.
La campaña contra el Estatuto de Autonomía fue brutal. Y he ahí las consecuencias. Por eso desde la izquierda, desde que Zapatero se comprometiera a aceptar lo que emanara del Parlament de Catalunya, hemos defendido la postura más lógica: Cataluña dentro de España, reconocida como lo que es, una Nación.
Por tanto, los progresistas defendemos la implantación real de un Estado Federal que sustituya al manido Estado de las Autonomías. Una relación con las comunidades históricas que represente el verdadero sentimiento de todos los españoles, el de estar juntos, pero cada uno siendo respetado y reconocido en su particularidad.
Por eso huyo de las posiciones extremas: ni obligar a Cataluña a estar dentro ni obligarla a salir. Abrir el diálogo es la mejor opción, a cuenta de que esto no es 1800. Estamos en el siglo XXI y nos hemos dado juntos unas leyes que hay que respetar. Pero las mismas no pueden ser tan rígidas que impidan a sus obligados a no manifestar su libertad tal y como se la reconoce la propia Constitución que nos rige.
Cambiémosla juntos. Quedémonos juntos. Esa es la mejor manera de poder construir un futuro conveniente para todas y todos los que amamos a esta tierra, hayamos nacido en cualquier parte del mundo.